La Celestina, Tomo I


2006 (Primera edición con el seudónimo Gofredo Valle de Ricote)
Govert Westerveld
La Celestina: Lucena y Juan del Encina
Tomo I

 




                                          


Prólogo


Sólo a la benevolente insistencia de Govert, alias Gofredo, se debe que este importante y escandaloso libro, que está llamado a levantar una ingente polvareda de crítica e historiografía literaria como pocas hasta ahora en España, conste de un prólogo de mi autoría antepuesto a una larga Presentación y una no menos prolija Introducción del autor mismo. No había necesidad de solicitar vistobuenos a miembro alguno del mundillo académico, y menos aún de pedir perdón, por incurrir en sus predios presuntamente acotados. Quien se ha pasado decenios en claustros universitarios puede calibrar la cuantía de rutina y pusilanimidad que cunde en ellos. Presas tan codiciadas como las varias que intenta cobrarse este libro puede metérselas en el zurrón no el cazador dotado de indulgencia o venia universitaria, sino el francotirador osado en quien la imprevisible fortuna complementa arrobas de esfuerzo y miles de horas de trabajo extraprofesional. Un catedrático no es sino un intelectual docente que profesionaliza sus posibles saberes.

   ¿Será inoportuno recordar que la mejor investigación biográfica sobre Jorge Manrique y la mejor edición de sus obras se debe a un diplomático, Antonio Serrano de Haro? ¿Lo será que, como hace ochenta años escribía Ortega y Gasset, gran parte de los enigmas de la historia y la literatura españolas han sido despejados por estudiosos no españoles con envidia y acaso enojo de ellos? ¿No actúa este hecho, por ejemplo, en el subsuelo de la incomprensión con que ha sido acogida la tesis de Benzion Netanyahu en su inmensa obra Los orígenes de la Inquisición en la España del siglo XV por historiadores de la talla de Domínguez Ortiz y otros? No digo, no, que este libro de Gofredo le equipare en magnitud. Simplemente advierto de que no debe ser minusvalorado porque una tesis escandalosa sea presentada por la pluma de alguien sin aparentes credenciales oficiales para hacerlo. 

   No se me oculta el motivo del autor para solicitar mi modesto amparo. Hace casi cuarenta años, en 1968, en un homenaje a Federico de Onís, fundador del Departamento de Español en la Universidad Columbia de Nueva York (donde habitualmente vivo), publiqué sobre Juan Ramírez de Lucena un artículo, que Gofredo cita varias veces. Apenas lo había releído desde entonces, pues soy de los escritores que, una vez parido ese hijo espiritual llamado libro (así lo calificaba Unamuno), lo dejan a la intemperie para que tenga vida propia, o muerte, o malentendido, y en todo caso corra su propia suerte. Ese artículo fue el primero que intentó organizar los pocos datos que entonces se sabían sobre Lucena. Por eso mismo, no pudo evitar enormes errores que, por no haberlos corregido en oportunas publicaciones, aún me son fustigados a destiempo. Distingue tempora, et concordabis iura, decían los clásicos: distingue los tiempos y concordarás los derechos. Los descubrí muy pronto cuando me enfrasqué en investigar a fondo con vistas a una biografía de Lucena y una edición crítica de sus obras. Otras tareas han suplantado el proyecto. Después, los estudios del hebraísta salmantino Carrete Parrondo, los de Diago, y otros que Gofredo menciona, han ido dando de Lucena una imagen casi lo bastante entera como para la  biografía suya que en este libro queda pergeñada. Me congratulo, pues, de haber roturado una vía de investigación que antes muy pocos habían intuido, y más, de que sustanciales partes de este libro se reconozcan en cierto modo acreedores a ella.

   Estoy seguro de que más de un lector sabrá distinguir entre las dos metas que el autor se propone en este libro, a saber: primera, resaltar la personalidad de nuestro Juan Ramírez de Lucena; segunda, señalarlo como autor o al menos uno de los autores de La Celestina. Nada menos. La primera queda bastante bien servida a base de los documentos que se transcriben, por más que falten algunos importantes y que el lector haya de esforzarse por ordenar el modo como son presentados para que le resulten comprensibles y asimilables. La segunda es objeto de mero aperitivo promisorio.

            Más de un lector habría deseado, conmigo, que este volumen constara de esa apetecida completa biografía documentada del protonotario y de la demostración, no la mera escandalosa enunciación, de tesis tan revolucionaria como la de que dicho personaje es padre (bastardo, pues era relevante clérigo), además de hijas, de Fernando de Rojas y de Juan del Encina, del cual - de Encina - durante su larga etapa italiana serían meros seudónimos, nada menos, Bartolomé de Torres Naharro y Francisco Delicado, autores, respectivamente entre otras obras, de Propalladia y de La lozana andaluza. Ambos no harían sino continuar su obra, una obra interpretada por Gofredo precisamente como venganza contra los malos tratos dados por la Inquisición a él mismo y a sus padres, de origen judeoconverso. Una tesis de tal calibre - ¿o es solamente hipótesis y sospecha? - no queda demostrada, ni siquiera mostrada, en lo más mínimo a lo largo de este libro, aunque se enuncia desde las primeras páginas y se repite numerosas veces. La historia es tan ciencia como la física. De nada sirven las sospechas y las hipótesis si no se demuestran con documentos, instrumentos científicos tan decisivos como el experimento. El autor es más que honesto al confesar desde el principio que nos entrega un libro "incompleto e imperfecto" (p. 1). Imperfectos lo  son todos, pero el lector no ocultará su frustración al saberlo más incompleto de lo supuesto. Por ello mismo, el compromiso intelectual que el autor contrae con sus lectores y con toda la comunidad hispanista del mundo es de la máxima trascendencia. Unámonos en desearle que sepa hacerle honor en los volúmenes futuros que promete.   

   Volviendo a Lucena, desde hace años nadie puede afirmar la identidad del Juan de Lucena impresor en Puebla de Montalbán (patria de Fernando de Rojas) y del protonotario de Soria. Más de uno la habíamos afirmado, y el autor la niega con razón. Gran parte de la confusión inicial se debe a que yo mismo la tomé del bibliógrafo Nicolás Antonio en su Bibliotheca Hispana Nova y de Américo Castro en su La realidad histórica de España. Si Martín de Lucena "el Macabeo" (judeoconverso y humanista) era, según ellos y otros, padre de nuestro protonotario Juan de  Lucena y si éste había sido impresor de libros en hebreo en Puebla de Montalbán y autor del Libro de Vita Beata, ambos Juanes eran el mismo. Hoy sabemos bien que Martín no era el padre del protonotario ni, por lo tanto, ahijado del Marqués de Santillana. Su ahijado era el padre del protonotario, rico converso soriano con nombre igual al de su hijo mayor.
   Quiero apuntar sobre esto tres detalles importantes.
 Primero, resulta muy extraño que Lucena en Vita Beata, su mejor obra conservada, haga que el Marqués llame a su padre así, pues debían de ser de la misma edad. Pero se explica bien por tratarse de un converso: ahijado en el bautismo. Es decir, Santillana fue padrino del bautismo del padre del Lucena protonotario y autor de Vita Beata. El abuelo era judío y no consta que se bautizara. Lo cual significar que, siendo casi de la misma edad, el primer Ramírez de Lucena, el padre, tuvo que bautizarse bastante mayorcito para que el Marqués pudiera apadrinarle.    

   Segundo. Prácticamente la mayoría de los hispanistas admitimos que el Acto I de Celestina es una breve comedia humanística traída de Italia y traducida y continuada en España. El problema es determinar quién la trajo y cómo cayó en manos del joven Rojas (o para Gofredo, del joven Lucena que en realidad es Rojas). Nunca pasará de hipótesis, pero hoy por hoy las circunstancias parecen confirmar que el importador fue Juan de Lucena el impresor. Por el proceso inquisitorial de sus hijas que publicó Serrano y Sanz sabemos que la familia estuvo en Sevilla y Puebla, y que el padre estuvo en Roma, de donde se trajo los primeros bloques de imprenta hebreos utilizados en España. Ni traérselos ni publicar libros en hebreo era delito aún hacia 1481, cuando ese Lucena huye de nuevo a Italia, donde murió. No había aún Inquisición en la región toledana, donde un tribunal comenzó a actuar en Ciudad Real en 1483 y sólo en 1485 se traslado a Toledo. El impresor huyó, pues, por motivos no inquisitoriales. ¿No se traería ese Acto I antes de 1481 y lo dejaría en Puebla y así llegó a manos del estudioso y estudiante Rojas (el Lucena de Gofredo), quien se lo llevó a Salamanca? Todo lo contrario a esta verosímil hipótesis debe ser demostrado con documentos. Avanzando algo más: es noticia de moneda corriente desde los artículos de Faulhaber que este Auto y el Vita Beata están unidos en el Archivo de Palacio; yo así los vi ya en 1967, noticia que descuidé publicar por creerla sin importancia. Tal hecho tiene que deberse a que algún archivero creyó que el Juan de Lucena impresor y el autor de Vita Beata eran la misma persona y el autor de ambos. Otra conexión de este u otro Juan de Lucena con Celestina no es demostrada; la única con ciertos visos de probable es ésta, meramente extrínseca.

   Tercero. La labor que el autor se propone con esta primera entrega sobre Lucena queda lograda: Juan de Lucena se destaca como una importante personalidad en la Corte de los primeros años de los Reyes Católicos. Su padre ha logrado que dos de los hijos, Juan y Fernando, sean doctores en Derecho por Salamanca, protonotarios, embajadores y miembros del Consejo Real. Juan es además notable humanista y bien visto en el Vaticano, donde ha servido durante bastantes años. Gofredo ha puesto muy bien de relieve el origen de su desgracia palaciega. Se debe al atrevimiento de escribir una carta contra la Inquisición de la que sólo su adversario Alfonso Ortiz conserva fragmentos, hacerla enviar a Roma por medio del arcediano de Soria y darle publicidad. Era un hecho altamente ofensivo para un rey tan regalista como Fernando. Mucho gustaría fijar la fecha de esa carta. Me atrevo a hacerlo a base de algunos datos en los que no se ha reparado.

   Si es verdad (p. 74) que el cardenal Mendoza empieza a hacerle la vida difícil a Lucena el 22 de agosto de 1486 a propósito de algunos de los muchos beneficios eclesiásticos que Lucena había ido acumulando en Talavera de la Reina, de jurisdicción toledana, amén de en otras parroquias y catedrales, esto es reflejo de algún nuevo motivo de malestar contra él. Lo tenemos apuntado (p. 77) en la más importante declaración inquisitorial contra los Lucena recogida por Carrete: la del rabino Ça Setevi el 21 de julio de 1490. El rabino habla de que hace cinco años (o sea, en 1485) supo de esa carta y de que el arcediano de Soria (administrador en nombre del obispo local, que residía en Burgo de Osma) esperaba respuesta de Roma después de haberla enviado allá. Esto es importante: la carta fue enviada a Roma protestando ante la máxima autoridad de la Iglesia, no a  los Reyes.  Por eso Torquemada odia a Lucena, aparte de que sólo por este texto sabemos que el padre del Inquisidor General (que no era judío) había sido asesinado por conversos. La cólera del Rey no debió de ser menor, pues tres años antes la Roma de Sixto IV se había plegado al fin a sus exigencias de organizar "una inquisición a mi gusto", y ahora le salía su "amigo" Lucena con nuevas protestas. Rechazar la Inquisición e incluso criticarla de palabra, cuánto más por escrito, era delito inquisitorial. Se entiende, pues, que Torquemada desatara sus iras contra los Lucena. Todo lo que a testigos más o menos interesados se les sonsacara contra los padres del protonotario acabaría por denigrarle a él. Y así fue.

   Fecha de la carta, pues: primavera de 1485. Ese mismo año o el siguiente (lo sabemos por la magna Historia de la Inquisición española de Henry Charles Lea, que cotraduje y edité hace años) comenzó la actividad del tribunal en el obispado Osma-Soria. La actuación de estos tribunales era siempre muy lenta; tardaba meses e incluso años en despegar. Antes de los procesos era menester proclamar en cada ciudad y pueblo los Edictos de fe, la convocatoria de testigos, declaraciones, etc. Esto explica que sólo sean de 1490 las  primeras actas que del tribunal de Soria se conservan. La condena del protonotario en Córdoba ante los Reyes (no inquisitorial sino disciplinar y teológica o teórica) tuvo que ser en una de sus largas estancias allí, la más probable la de abril de 1486, la misma en la que recibieron a Colón; la otra, en 1490, resulta tardía para nuestro tema. El canónigo toledano Alfonso Ortiz, cuyas obras manuscritas en Salamanca, tanto en latín como en castellano, aún esperan editor responsable, en una de su varias carrerillas frustradas en pos del episcopado le había mandado, zalamero, a Torquemada para que se lo pasara a los Reyes el largo alegato (pp. 154-227) contra la carta de Lucena que sirvió de acusación y que publicó cuando pudo y le vino bien, en 1493, con otros opúsculos.

   No obstante, Lucena era demasiado estimado para que se pudiera con él. Los Reyes, a pesar de todo, le están muy agradecidos por los servicios prestados en mejores tiempos. Quizá no hubo que esperar a que los Reyes en 1490, como recoge Gofredo (p. 76) aunque sin darnos el oportuno documento, ordenaran alejarlo de la Corte. Le conceden el cargo realengo de abad de la colegiata de Covarrubias. La condena de la “memoria” de su madre como presunta criptojudía ese mismo año acarreó la confiscación de los bienes de la familia. El primer documento que de su presencia en Covarrubias se conserva lleva fecha del 17 de abril de 1488 (AGS, Reg. Gen. Sello, IV-1488). Se refiere a protestas de la gente a los Reyes contra su abad por entrometido y abusón de una jurisdicción que al parecer no le corresponde. Por consiguiente, tenía que llevar bastante tiempo establecido allí antes de esas transgresiones, quizá desde 1486. Habrá más acusaciones contra él por parte del cabildo, como se dice (p. 80) en un documento firmado en Burgos el 29 de agosto de 1491. En estos dos los Reyes le tratan con dureza y le prohíben actuar como lo viene haciendo, ordenando al condestable de Castilla, Pedro Fernández de Vitoria, Conde de Haro, hacerlo cumplir como se ordena. 


También los Mendoza mantienen con él un trato reservado pero eficaz: el cardenal Mendoza sigue otorgando su gracia a su hermano Carlos, el cual, como puntualmente nota Gofredo, proseguirá en el ambiente cortesano muchos años más. Esto demuestra que los Reyes y sus más cercanos colaboradores siguen apreciando a los Lucena a pesar de la inquina inquisitorial. De hecho, resultándole insostenible su permanencia en Covarrubias, otro Mendoza  - Luis Hurtado (p. 81) - le permuta esa bicoca por la de San Zoilo de Carrión de los Condes el 20 de septiembre de 1492. Será llamado allí a veces el protonotario doctor Carrión, si la lectura de estos documentos no engaña. En uno de ellos, del 11 de enero de 1497, se habla del doctor Carrión, estante en la corte romana (AGS, Reg. Gen. Sello 1497, fol. 278). Si es la misma persona, ¿se traería entonces del papa el decreto de exención inquisitorial que luego invoca? De hecho, también en Carrión se mete en líos y se le vuelve a conminar que no intervenga en ciertos asuntos. Nuestro Juan de Lucena debía de tener talante movedizo, satírico y provocador.         



   ¿Sabremos algún día cuándo se retira de Carrión y cuándo va, si es que va - que hasta ahora Gofredo no lo muestra ni demuestra - a la Salamanca donde un grupo de osados jóvenes geniales arropa a Rojas para redactar y publicar La Celestina? ¿Sabremos cuándo vuelve a su Soria a dictar su testamento del 10 de septiembre de 1501 (p. 83) y cuándo se traslada a Zaragoza, donde en 1503 sigue recabando el apoyo del Rey contra la persecución de los inquisidores en otra carta (p. 87) tan conmovedora como reveladora?

            Sólo hambre de esos volúmenes venideros de Govert Westerveld, alias Gofredo, manifestará aquí el lector ansioso. Pero en éste ya nos habrá dado más que un mero aperitivo, que es lo que con meritoria modestia confiesa que ha procurado en éste que el lector tiene en sus manos. Efectivamente, se nos han diferenciado los varios Juanes (y aún quedan más, incluso algún otro Juan Ramírez de Lucena radicado en Huete y Uclés), se nos ha revalorizado la personalidad polifacética de nuestro protonotario, que algunas veces los Reyes llaman también ¨nuestro capellán¨. El lector ducho en estas lides sabrá trascender ciertos detalles acaso menos precisos y más o menos objetivos dictados al calor del entusiasmo del autodidacta o del no pleno conocimiento de la situación en la compleja  España  de  fines del siglo XV. Las referencias a la Inquisición   como madrastra de todos los males y el excesivo énfasis en el malestar aterrado de todos los conversos, como si no hubiera matices personales entre ellos, pueden ser uno de ellos.

   Esperemos, pues, el plato fuerte, los platos fuertes, para los que este aperitivo prepara nuestro estómago a fin de que no se nos atraganten. Hay aperitivos que requieren tiempo y sosiego para ser digeridos, pero por este su autor merece ya irreprimible enhorabuena. Ha hecho gala de envidiable valentía al recopilar de todas las fuentes gran parte de datos sobre la vida de Juan Ramírez de Lucena, pero no menos al proponer hipótesis sobre su paternidad de dos o tres escritores sobresalientes del Renacimiento castellano y sobre su co-autoría de La Celestina, que ya Cervantes apellidó ¨libro, en mi opinión, divino, si encubriera más lo humano¨, al margen de las obras que tradicionalmente se le adjudican. Demos las gracias a Gofredo Valle de Ricote, pues ningún académico profesional se habría atrevido a tanto.  

                                                              Prof. Dr. Ángel Alcalá

Catedrático emérito de Brooklyn College (City University de Nueva York)




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